de Hobein el joven
Son unos ochenta músicos en la orquesta y veinte de ellos, mujeres. Pero solo tengo ojos para ella, ¡si acaso supiera que he cambiado mi abono para ver mejor sus piernas y oír mejor su violonchelo entre los ocho que forman hoy el elenco!.
Los hombres apoyan su instrumento en un ángulo inclinado, como si sentaran en su rodilla izquierda una lolita impertinente y tierna. Ella lo sostiene casi vertical, entre sus piernas desnudas, abrazándolo, inmovilizándolo, con los muslos. Las volines y violas de la orquesta suelen vestir con sus pantalones negros, de moderna etiqueta. Ella, violonchelo solista, siempre viste falda y abre el compás de sus piernas con generosidad. He necesitado dos temporadas para poder asegurar que, sin duda alguna, no lleva bragas. ¡Cuántas veces he soñado ser esa madera, barniz rojo, y ser envuelto por sus piernas! ¡Hasta he creído sentir la dulce presión en mis omoplatos del punzón de ébano, como el diapasón, de sus pezones!
Toca exhalando su desorden interno, su calor, su furor y así marca la raya sinuosa, de claroscuros de la pieza de La primera noche de Valpurgis de Felix Mendelssohn. Y mi excitación va en aumento, aunque eso debería ser ya algo familiar. Su mano maneja mi arco, de madera de Brasil, con inusitada furia, estamos en un allegro con fuoco, frotando las venas de Mongolia de mi prepucio sobre mi nervatura de titanio y haciéndome gemir. Alguien chista a mi lado. Apoya su dedo meñique, delicadamente, en mi glande. La obertura termina en este momento y ya suena el coro de los druidas (...)
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